domingo, 11 de enero de 2009

De gofres y maletas



No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez, pero en los días oscuros y fríos de lluvia suave y silenciosa como la de hoy, por una de las paredes de mi dormitorio se filtra insistente el agua que resbala por el tejado, dejando una mancha de color gris justo entre el espacio que hay entre el perchero de las bufandas y el tapiz que Silvia tejió las pasadas Navidades. En cada una de sus apariciones, y tal y como viene haciendo desde el día en que la vi por primera vez, la mancha se mantiene sólo durante unas horas, adoptando curiosas formas que nunca se repiten. 

Hace unos meses, cuando aún dormía, el repiquetear de la lluvia en el cristal me arrancó de un sueño que suelo tener, en el que patino en el hielo con un gorro de lana mientras mordisqueo zanahorias. Aparezco entonces rodeada de miles de relojes de arena rotos, con cuyo contenido levanto castillos diminutos en una playa desierta. Cuando abrí los ojos, me giré intuyendo la mancha, y esta vez me costó más de lo habitual descifrarla. Era domingo, y la mancha tenía forma de gofre. Al levantarme, supe que tenía que ponerme manos a la obra. Empecé a mezclar harina, leche, azúcar y huevos como si me fuera la vida en ello. 

Esa fue la mañana en la que Berta vino a casa por última vez. 

Cuando oí el timbre y me acerqué para abrir la puerta, la encontré, de pie, mucho más pequeña de lo que recordaba. Empapada de pies a cabeza, la lluvia se confundía con sus lágrimas, resbalando por su pelo, rodando por su anorak verde hasta sus interminables manos. El agua chapoteaba en el suelo a su alrededor, y también sobre aquella maleta rígida de cuero marrón de la que se enamoró en aquel mercadillo de Lisboa. Nos abrazamos en silencio, y la Tierra dio casi una vuelta entera mientras nosotras nos vaciábamos los bolsillos, acurrucadas hasta el cuello bajo la manta del sofá, limpiando el barro de sus botas, abriendo cerraduras que no tenían puerta. Devorando gofres con helado, su postre favorito.

Hoy he visto mis ojos en los de alguien a quien quiero, y que ha venido a pedirme gofres. He pasado la tarde narcotizada con esa sensación estimulante, triste y verdadera que da el cariño cuando uno le da la vuelta para comprobar que tiene fecha de caducidad.

Escucho -con devoción- Mi casa de Marc Parrot

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